■3 r El Busilis Revista de la prensa. (Robado á Manuel del Palacio.) Sigue el Brusi á Sagasta combaliendo; el Correo Catalán barbarizando; el salvador Diluvio comerciando; y la pobre Gaceta mal viviendo. La Renaixensa el español mordiendo; el Eco en D. Antonio confiando; la Ibérica sus cartas barajando; y La Publicidad siempre en crescendo. Hace la Ultima hora propaganda; la Crónica defiende su prebenda; la Vanguardia se inclina ante el que manda; toma el Busilis parle en la contienda, y entre los de esta y los de aquella banda no hay en España nadie que se entienda. LAS TRIBUNAS DEL CONGRESO. EN LA DE SEÑORAS. — Allí entra Romero. —¿Cuál es? — Aquel rubio que ahora saluda al presidente. — ¿Sabe que es guapo? — Sobre todo si lo comparas con Sagasla. —¿Y Albareda? — Mírale allí enfrente de guante lila; yo he venido por él. Me ha dicho mi esposo que tiene preparado un magnífico discurso en favor de ios caballos y de los loros; él le hp oido ya algunas ideas y está entusiasmado. — ¿Y tu esposo? — En el restaurant. Ese no entra en el salón masque ¿ votar; mienlrns no hay votación come pastelillos. — ¿Por quién se ha decidido? — Por Sagasla. No faltaba más que ahora le abandonase, después de lo mucho que me moví para sacarle el distrito. — ¡Ah! con que le moviste... — No es para dicho. Ya ves, un día en la Presidencia, otro en Gobernación. Bien se puede asegurar que no iescansé hasta conseguir el acia. EJI LA DE EX-DIPUTADOS. — ¡Qué presidente! ¡qué diputados y qué maceres! — Calle usted, amigo; dá vergüenza venir ahora al Congreso. — ¡Qué diferencia de las Córtes en que figurábamos nosotros! ¿Se acuerda usted? — ¡Xo me he de acordar! Aquellas eran Córles, aquellas; allí González Bravo; allí Nocedal; allí Alcalá Galiano; allí Rios Rosas; allí el mismo Cánovas; en fin, «llí usted... — Y usted, querido colega. — Hombre, no es inmodestia, pero Congreso como aquel no se lia reunido olro en España ni en el mundo. — Puede usted decirlo. ¿Recuerda usted con qué energía apostrofé á Rios Rosas en aquella sesión á que él no asistió por iiallarse enfermo? — Perfectamente. ¿Y mi interrupción á González Bravo? Si llego á formularla en voz alta conforme lo hice para mí solo... — Vaya, compañeros, yo me marcho; no puedo soportar á esta gente. — Ni yo, vamos donde usted quiera. — ¡Qué Córles! ¡qué Córles! — Esto está perdido; siguiendo así, la tribuna española desaparece. — ¡Ah, si volviésemos nosotros! Y en efecto, vuelven la espalda y se marchan á dar un paseo por la Caslellana. EN LA DEL CUERPO DIPLOMÁTICO. Un ujier detrás de los corlinones: — Cuidado que son atrasadilos los diploma ticus estranjerus; diez años llevo haciendu el serviciu de esta tribuna y todavía nu han cunseguido que lus entienda. ¡Ni siquiera saben el gallegu, que fué lo primeru que yo aprendí en mi tierra. ¡Nu les dará vergüenza! ¡Hasta los aguadores lu hablan! EN LA PÚBLICA. — Hola, ya eslamos aquí los del turno diario. — Sí, señor, yo no pierdo sesión desde el 77 en que me dejaron cesante. Vengo á caza de crisis. — Pues alguna ha habido desde entonces. — Es verdad, pero no he podido colocarme. Hoy dia ton muy ingratos los hombres; ya vé usted, llamándome Sagasla de tü... — Y usted ¿le tutea también? — No, yo le doy tratamiento; pero cuando él tenia veinte años ya tenía yo veintitrés y le hacía la barba. — Pues ahora es él quien nos la hace á los dos, porque yo también soy del gremio. Un lugareño. — ¿Me quieren ustedes decir quién tiene razón de los que han hablado antes? — ¡Vaya una pregunta! — No se estrañen ustedes; cuando habló el primero me convenció de que eslaba él en lo cierto; pero el otro me ha convencido después de que también tenía razón. — Pues hágase cuenta de que ninguno la tiene. — Y puede que sea el Evangelio lo que usted dice. — Ahora viene Sagasta. —¿Cuál es? — Aquel que se sienta en el banco azul. — ¿De veras? — Sí, hombre, sí. — Pues si es lo mismo que todos los demás. — ¿Cómo había de ser? — ¡Como decían que era tan grande! En mi pueblo los hay mucho mayores; yo mismo levanto más que él. — Eso sí que no. Por mucho que usted levante, no hubiera levantado á toda esa mayoría, que pesa bien. EN LA DE LA PRENSA. Un periodista rninislcrial, escribiendo: < El señor Ministro de la Guerra, en un levantado discurso, contesta cumplidamente á los ataques que ha dirigido al presupuesto del ramo el Sr. Canalejas.» Un periodista de oposición, escribiendo: « El señor Ministro de la Guerra léjos de contestar á los ataques del Sr. Canalejas, hizo las delicias de la Cámara, hablando de las cosas divinas y humanas, de las ametralladoras y del fiscal de imprenta, con más giacia que nunca. » El ministerial: « Termina su discurso el señor Marlinez Campos. {Bien, bien. Aplausos en la mayoría.) » El de oposición: « El Sr. Marlinez Campos dá fin á sus bufonadas. {Murmullos, l'osesenla minoría.)» El Presidente: — So levanta la sesión. Zos periodistas: — ¡Gracias á Dios! (Salen coloriendo.) El celador cerrado la tribuna: — :Si os llevaran á todos á las Marianas! . A UN DIPUTADO. Querido esposo: me tienes altamente disgustada; no me refiero á belenes, me refiero á que no vienes, ya que en Madrid no haces nada Nadie de tí se ocupó. Nunca has dicho ¡aquí estoy yo! ¿Quien tal cargo desempeña, cumple con el sí ó el nó, como Cristo nos enseña? Todos hablan, todos dan en las Córtes su opinión, y tú callado ¡qué afán! Los electores están quemados, y con razón. Y más lo está tu señora. Tu conducta me encocora, pues no es eso lo pactado. ¿Qué hemos sacado hasta ahora del cargo de diputado? ¿Es que ya 110 hay credenciales? ¿No has de conseguir un puesto valiendo lo que tú vales? ¡Y has pagado para esto los votos á cuatro reales! ¡Pasas desapercibido! ¿Por qué no hablas de corrido como ciertos oradores? ¡Qué discursos he leido! ¡Tú los harías mejores! Así se alcanza el favor, y aunque peques de importuno, habla y no tengas temor. Con tu conducta, ninguno ha llegado á Director. Grita, rebulle, alardea de tener ideas raras. Que te oigan, ¡que te se vea! Métete en todo, aunque sea en camisa de once varas. Que altos puestos lograrás si sigues este camino, y así, querido, podrás, desempeñando un destino desempeñar lo demás. Si al seguir osla lección no alcanzas mejores días y cargos de distinción, déjate de tonterías, ¡pásate á la oposición! Que hablen de lí mal ó bien nada le debe importar; pero hijo, cuidado lén de pasarle á los que estén más próximos á mandar. Déjate por Belccbii, de conciencia en el Congreso. Adiós y no hagas el bú. ¡Que no se diga, que tú no sirves ni para eso! Una diputada. La política de Dios y el gobierno de Cristo. FRAGMENTO. Tenia Dios en el mundo un hombre solo, y todo ló habia criado para él; y por que pecó, luego con demostración y espada le echa de su casa, le castiga, le deslierra, le condena á muerte. ¡Y los reyes, teniendo muchos hombres de quienes echar mano, entretendrán el castigo de uno! El crédito de los reyes está en la justificación de loe que le sirven; y la perdición, en el sustentamiento de los que le desacreditan y disfaman. La cabeza de los reyes no se ha de inclinar más á una parle que á otra. El rey es la cabeza, y cabeza inclinada, mal enderezará los demás miembros. De ninguna manera conviene que el rey yerre; pero si ha de errar, ménos escándalos hace que yerrt por su parecer que por el de otro. Espíritu de mentira en la boca del consejero, ruina del rey y del reino. Más se deben guardar los monarcas de los que tienen en su casa, que de los que les niegan la suya. Ministro inclinado á ventas, no parará hasta quosu señor sea la postrera. Vale más que un ministro muera tan pobre, que pidan para enterrarle, que no tan rico que lo desentierren por que pidió. Hay quien en palacio medra tanto coma mienta, cuya fortuna no tiene más larga vida que hasta topar con la verdad. Reinar sin probar hiél ni amargura, no es posible. Los ministros de los reyes no han de comer otra cosa sino langostas. Este animal consume las siembras, destruye los frutos de la tierra, introdúcela hambre y esteriliza la abundancia de los campos; destruye los labradores y remata los pobres. El alimento del ministro ha de ser estas langostas. Estas ha de comer, ñolas cosechas, no los frutos de lu tierra, no los labradores, no lo pobres. Ha de comer, á los que se los comen, y los arruinan; por que el minislro que no come esta langosta, es langosta que consume los reinos. Al vasallo le sucede lo que á la vid, que quitándole la poda, lo supérfluo, se fertiliza; y si la arranca, lleva mucho más, mas la destruyen para siempre. La libertad se perpetúa en la igualdad de todos, y se amotina en la desigualdad de uno. El mudar señor, no es ser libres, sino mndablas. Al español, más le constituye en serlo, la lealtad que la patria; de tal manera, que deja de ser español en dejando de ser leal. Francisco db Quevkdo t Villegas