H1SPANIA n.o 10 1 5 Julio de 1899 — i Muy hondo ? — Sí; pues si, amigo Suarez, muy hondo -acentuó Petra. — Baje usted la voz, por favor. Ohl ¡Qué largo cuchicheo entre dos cabezas próximas, en aquella noche lúgubre, al amparo del silencio solemne, en la semioscuridad del gran comedor de roble viejo, invadido por ráfagas del olor de éter que circulaba por toda la casa! Grandes sombras aleteaban al rededor de la pantalla del quinqué, casi apagado, y el fuego del hogar iba mermando lentamente, cubriéndose de ceniza, perdiendo el fulgor de minuto en minuto. Entretanto, Felipe había acudido á la cabecera de la enferma. En la puerta del dormitorio, encontró á la doncella de su mujer. — i Le has dado la cucharada ? — Si , señorito, i Qué dice el médico ? — Que esta noche está peor. Vé y acuéstate vestida, que ya te haré llamar si haces falta. ¿ Dónde has dejado el plaid ? — A los pies de la cama. — Está bien. Vete. A la ténue luz rosa de la lamparilla puesta sobre la mesita, se distinguían confusamente las colgaduras y los muebles, sumergidos en sombras inquietas; solo algún chispazo se concentraba en los cachivaches del tocador, y una claridad suave y carminosa envolvía el lecho donde Aurelia, con los hombros y la cabeza levantados por almohadas, denotaba su presencia con una respiración breve y presurosa. El aire del cuarto, húmedo y caliente, era opresivo; un aire de pesadilla, empapado del arábigo perfume del papel de Armenia y de los aromas de las pociones. Felipe se sentó al lado de Aurelia, en el borde mismo de la cama, y la tomó una mano. Al sentir el contacto, abrió la enferma los ojos y los volvió con ternura hacia su marido. — I Cómo estás, alma mía ? — preguntó él. — Muy bien. Ahora mismo voy á ponerme el sombrero. Di que enganchen. — Luego, luego, vidita. — Vámonos. Necesito respirar aire puro. — Corriente; pero no te fatigues asi. Ahora, duerme. Cerró los ojos Aurelia y Felipe la estuvo contemplando con punzante dolor. Se moría : no se forjaba él ilusiones. Una mujer tan buena, tan cariñosa, morirse así, en una semanal i Qué mundo es este ? ^ Allí estaba la pobrecilla, la flor de sus amores, con su hermosura de ángel gótico, con el óvalo fino del rostro entre las bandas de rubio cabello! jAh! ¡Cómo revivían en la memoria del infeliz esposo, mil y mil incidentes de aquellos ocho años de ventura! Largo, muy largo rato, duró esta meditación amarga. Al cabo, Felipe la llamó para darle el medicamento. Aurelia abrió otra vez los ojos y con sus dos manos ardorosas estrechó la de Felipe. Su voz entrecortada dijo : — Gracias, Pepe, gracias. Creí no volver á verte. — Soy Felipe. ¿No me conoces? ¿Estás soñando? — No sueño, no. No te confundo con él. Acércate, acércate más. Un beso. — I Un beso ? — Sí, Pepe; no seas malo. ¿ Ya no me quieres ? Pero el marido no se movió. Desde el pecho, velozmente, un circulo frío le subía al cuello, á las sienes, á la raíz del cabello, como una vibración extraña y el contorno de Aurelia le parecía que oscilaba, como si fuera á disolverse en aquella luz parca y rosada. — I Qué estás diciendo ? ¿ A quién hablas ? — Agua, dame agua. — Aurelia, contéstame. — Aire, mucho aire; me ahogo... — I Quién es ese Pepe ? ¿ Qué apellido tiene ? — Horchata... hielo... aire... La moribunda se llevó las manos á la garganta y dejó oír un estertor agudo y trabajoso. Felipe se puso en pie, con la cara ágriamente contrariada. La figura de su mujer cabrilleaba con las olas del mar, y ante el espectáculo de la asfixia rápida de Aurelia, el mísero no hallaba en el recinto vacío de su cabeza más que una idea: Pepe... Pepe Ronquillo, Pepe García... Pepe Suarez... ¿quién no se llama Pepe? De pronto, alguien dió vuelta al conmutador y la luz eléctrica, cruda y descarada, inundó el aposento. La alarma había cundido y en torno de la cama, amedrentados y pálidos, los de la casa se aproximaban al terrible grupo : la muerta lívida y el vivo cadavérico mirándose con horror en aquella hora suprema. — Jesús! ¡Qué trastorno! — exclamó la Mamá, que traía en brazos á Felipín. Y adelantándose hacia Felipe: — Desahógate, hijo mío; vuelve los ojos á esta criatura. El viudo se irguió de repente, apartó con la mano al niño y, saliendo de su estuy.rv por, rompió en un sollozo: — Oh! No; dejadme. Manuel Lassala 108